Solo hay un camino para que todo salga bien: responder a lo que eres, a quién eres.
A pesar de los siglos transcurridos, la clave sigue siendo la misma. Indagar en el interior es la única manera de conocer y transformar el exterior. Me lo repite siempre un querido amigo: si cambias la forma de ver las cosas, las cosas que miras cambian. Por eso, el primer paso de cualquier camino es siempre revelarse. Revelarse a uno mismo. Aclararse.
El cuarto oscuro de los antiguos laboratorios fotográficos, parece nuestra mente a veces.
Y quiénes somos —es decir, nuestro carácter, lo que deseamos y tememos, las razones de nuestra felicidad, el oficio que nos fascina, las causas por las cuales daríamos hasta la vida— parece el rollo, los negativos de una película recién llegada, oscura, secreta.
Nadie puede notarla a simple vista, para hacerlo, se necesita un proceso de revelado con cierta técnica, químicos en cantidades adecuadas, fijadores y hasta baños de paro. Solo al concluir este proceso nos conocemos finalmente. Con aciertos y defectos, hendiduras y grietas, puntos fuertes. Cada detalle de pronto se nos muestra con nitidez. ¿Cómo andábamos antes por la vida sin esa claridad y encima queriendo que las cosas salieran bien e incluso, orientar a otros, liderarlos, convencerlos de perseguir algún sueño?.
Nos hacemos fuertes en la medida que nos conocemos, diría.
Este quizá sea el proceso más apasionante de los que hacemos en el despacho, pues antes de delinear cualquier estrategia o mensaje de comunicación, intentamos conocer y (re)construir virtualmente al ser humano que se pone en nuestras manos.
El fin es que, a través de la comunicación, a todos nos queden claras las razones profundas por las cuales se quiere emprender un proyecto en específico, perseguir una causa, buscar un cargo público o impulsar un liderazgo. Si no se comienza por el interior, la expresión será siempre falsa, plástica o, en el mejor de los casos, ineficaz. Se la llevará el viento a las primeras de cambio, pues estará basada sobre cimientos de yeso.
Después está el entrenamiento, la disciplina y la confianza. El primero es indispensable. Nadie debe sentirse tan genial como para que en las primeras ejecuciones se puedan agotar las prácticas. Es fundamental, por el contrario, entrenar a diario y a todas horas, en las materias más variadas, por ejemplo, para dar un discurso memorable a veces, puede ser más efectiva una metáfora sobre alguna proeza actual y de carácter popular, que citar una frase muy pedagógica pero anquilosada de un héroe nacional.
Se necesita cultura, conocimiento integral y una inteligencia capaz de relacionar hechos, datos, imágenes y hacerlo además creativa y eficazmente. Lograrlo, requiere disciplina.
Nadie que desee subir una empinada cuesta —como decía Obama— puede creer que se podrá llegar sin una estrategia, sin un plan trazado. Cientos de personas mueren anualmente intentando subir el Éverest. Pero de ello no se habla, pues nos enteramos solo de las historias de quienes sí lograron la escalada y casi siempre, son historias de esfuerzo inmenso y valentía. De una constancia a prueba de uno mismo, pero sobre todo, son historias de entrenamiento, disciplina y estrategia.
Finalmente, está la confianza. El principal valor del despacho. Por lo tanto, también es el asunto principal que ayudamos a construir en público y en privado para las personas, gobiernos y organizaciones con las cuales trabajamos. Sin confianza y una reputación positiva, los consensos y los proyectos a emprender se complejizan. Uno necesita generalmente de otros para lograr sus objetivos y para que esos otros se animen a apoyarnos, requieren de cercanía, aprecio, valores comunes, identificación, para decidirse a hacerlo.
Es posible lograrlo. Confía.
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